La escena transcurre en Urbino, en el palacio ducal, a finales de junio
de 1502. Bajo el efecto de la onda expansiva de las guerras de Italia,
los pequeños Estados tiemblan en sus cimientos; serán de quien se
apodere de ellos con audacia. Insolente y veloz como la fortuna, César
Borgia es uno de aquellos. El hijo del papa concede audiencia a dos
visitantes. El primero es un viejo maestro a quien llaman Leonardo da
Vinci; el segundo, un joven secretario de la Cancillería florentina que
lleva el nombre de Nicolás Maquiavelo. De 1502 a 1504, recorrieron
los caminos de la Romaña, inspeccionaron distintas fortalezas en la
Toscana, proyectaron contener el curso del Arno. Un mismo sentimiento de
urgencia los hizo contemporáneos. Pues no se trataba únicamente de
Italia: para ellos, era el mundo lo que estaba fuera de quicio. ¿Cómo
narrar esa historia, dispersa en unos pocos fragmentos? Leonardo no
dice nada de Maquiavelo y Maquiavelo calla hasta el nombre de Leonardo.
Entre los dos fluye un río que, indiferente a los esfuerzos de los
hombres para forzar su curso, avanza como la fortuna. Entonces hemos de
vadearlo, apoyándonos en esas escasas y secas palabras arrojadas en los
archivos como guijarros sonoros.