«Todo», decía Sergio Pitol, «está en todo.» Algo cambió para siempre y para bien en la literatura hispana con la publicación, en 1997, de El arte de la fuga, una amalgama de ensayos, diarios y relatos de episodios grandes y chicos que, gracias a un delicado montaje, se significaban unos a otros para sumar una sugerente novela autobiográfica. Con la aparición sucesiva de El viaje y El mago de Viena, Pitol confirmó que era un elegante dinamitero, que el mero nudo de lo literario no son las supersticiones del argumento, la lealtad a una forma o un estilo atronador, sino las maneras con que organizamos lo contado. Puesto en un contexto, un relato es anecdótico; centrado entre otros con los que se encadena de manera holística, es una teoría. Con la Trilogía de la Memoria, Pitol marcó para toda una tradición un principio enunciado por Salvador Elizondo –otro miembro prominente de lo que en México llamamos la Generación del 32–: no componer novelas, sino «libros para leer». Escribir es raspar un albedrío radical que nos falta para todo lo demás. Pitol no solo nos heredó un puñado de volúmenes al mismo tiempo hipnóticos y deslumbrantes: nos dejó un mundo en que la única manera de escribir lo correcto es reventando las expectativas. Escribir desde donde uno quiera y como se le dé la gana.Álvaro EnrigueIlustración de cubierta:Antonio Santos