En 1966, un jurado compuesto por Alejo Carpentier, Mario Benedetti,
Manuel Rojas y Juan García Ponce otorgaba el Premio Casa de las Américas
a Las ceremonias del verano, de Marta Traba, «por su alta calidad
literaria, que considera a la vez los problemas de expresión y
estructura; por la constancia de su ritmo poético, la inteligencia para
equilibrar las situaciones y el logro de una difícil unidad de
composición». Por medio de secuencias fragmentarias que evocan cuatro
etapas en la vida de la protagonista, entre sus catorce y sus cuarenta
años, y que determinarán su entrada en la adultez y el despliegue de su
identidad como mujer, la autora emprende un viaje teñido de ironía,
lirismo y desencanto por los abismos de la subjetividad femenina, en una
intensa novela con ecos de James Joyce o Clarice Lispector en la que ya
alentaban los elementos e intereses definitorios de su obra posterior.
Un pequeño pueblo a las afueras de Buenos Aires, París, Castelgandolfo y
una ciudad sin nombre que bien podría ser Bogotá o Nueva York conforman
las teselas -independientes, pero no autónomas- de ese vasto mosaico
emocional. Siempre con el verano de fondo, asistimos a las
transformaciones sucesivas de un personaje que asume el papel de Ulises
al tiempo que el de Penélope en sus diversas facetas: la adolescente
rebelde, la joven desengañada por la pérdida amorosa, la madre soltera
que se debate entre la huida y la autoafirmación y, por último, la mujer
en crisis, asendereada y solitaria que contempla el derrumbe de sus
mitos y a duras penas encuentra su lugar en un mundo que le ha cerrado
las puertas.