En el hambre de la posguerra un grupo de personas
consigue un animal para comer, pero nadie sabe cómo matarlo y qué hacer
después. La gente dice que Osaka no tiene muchos árboles, pero Odasaku
los ve, siente el viento que corre entre sus ramas. Lo imprevisible de
las relaciones humanas, esos ligeros giros que las dibujan. La belleza
de cada una de estas situaciones. La belleza inseparable de su otro
lado, el triste. Las historias de Oda son de una tristeza tan profunda
que no necesita ser dicha. Sus libros fueron prohibidos por el gobierno
japonés de la ocupación, de la derrota y el reacomodamiento. Un Japón
tradicionalmente no afecto a los cambios instantáneos sino a los
procesos más parecidos a una decantación, ahora ocupado por los
americanos triunfantes, su cultura, sus valores urgentes. Oda no tiene
un rumbo y así deambula, encontrando, diría Cortázar, sin buscar.
Buscando el suyo, Oda nos abre un camino. El del buraiha entregado, el
del shin gesaku que no entrega sus banderas. Oda está en los márgenes
del Japón de su tiempo, en el borde. Y los bordes son, también, parte de
las cosas. Alejandra Kamiya