Era 1978. Jimmy Carter era el presidente de los EE. UU., el precio de la gasolina estaba por las nubes y los norteamericanos se apretaban los cinturones subyugados por la crisis económica. Sin embargo, en las librerías, «The Complete Book of Running» de Jim Fixx se vendía como rosquillas. La medalla de oro de Frank Shorter en la maratón de los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972 había puesto las carreras de larga distancia en el mapa y conquistado a un público cuyas preferencias estaban en el béisbol y el fútbol americano. De pronto, la práctica del jogging pasó a llamarse running y parecía que América entera hubiera descubierto su verdadera pasión.
Ese verano, un joven de la Universidad de Oregón, Alberto Salazar, se enfrentó en la mítica Falmouth Road Race a Frank Shorter, el campeón olímpico, y a Bill Rodgers, el campeón de la Maratón de Boston. Salazar sucumbió en el último kilómetro ante Rodgers -que batió el récord de la prueba- y acabó al borde de la extenuación. Se habían sentado las bases de una rivalidad histórica.