RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN (Buenos Aires, 1905-1974), bendito sea; porque uno,
en su ignorancia bautismal, ni sabe ni quiere saber cuáles son los
mecanismos sutiles y misteriosos por los que un racimo de versos
imborrables queda tatuado a fuego en la memoria de los veinte años como
jamás, por sublime que fuera, lo haría después otro poemario. ¿Cómo no
iba a gustarme si hablaba del farolito de la calle en que nací, del
balcón donde volverían a colgar sus nidos las más oscuras golondrinas,
de las Magdalenas imposibles con las que nunca dormiría, de las patadas
en la puerta que, a media noche, me desvelarían? ¿Cómo no iba a amarlo
si yo también coleccionaba tarjetas postales y quería viajar y ser feliz
y, antes que nadie, sí, que nadie, estuve enamorado de Rosita? Luego
llovió, diluvió sobre mojado y leí y canté y viví y rodé y bebí y olvidé
y jugué y perdí y cada vez que, a ratos, escampaba, allí seguían los
versos de Raúl grabados para siempre en la piel del corazón de la
memoria. Porque le deben todo mis canciones, porque lo quiero tanto
todavía, por su muerte tan viva y tan insomne, porque me hace llorar a
pleno día, por los años impíos y fugaces, por la primera piedra en
tantos barrios, por mi guerra de España tan perdida, por su Rosa
blindada, porque todos somos humanos, inhumanos / fatalistas, sentimentales, / inocentes como animales / y canallas como cristianos.
JOAQUÍN SABINA