¿Tienen animales los filósofos? ¿Sueltan animales por sus escritos? La mayoría, ciertamente, no. Algunos sí, aunque más bien por despiste. Pero hay unos pocos que, jugándose su profesión, en el borde dinámico de lo filosófico, allí donde no se sabe bien qué territorio se pisa, no dejan de hacerlo; ellos han atravesado la historia de la filosofía mediante una horda de animales: bandadas de pájaros, manadas de mamíferos, bancos de peces, insectos-marabunta. Ahora bien, ¿qué síntoma se desencadenaría en el gesto singular de soltar animales o, incluso, de permitir que lleguen, que pisen y dejen huella, tantas veces de manera pasiva o sin pretenderlo? Un día de verano de 1997, ataviado con una camisa escarlata y con un traje tan cano como su pelo, Jacques Derrida dijo en voz alta en el mítico Castillo de Cerisy-la-Salle, donde se reunía de tanto en tanto con sus amigos: El pensamiento del animal, si lo hay, vuelve a la poesía, he ahí una tesis. Repitió la frase. Añadió: De eso, por esencia, ha tenido que privarse la filosofía. Dijo más cosas. Y luego parece que se fue a celebrar su cumpleaños. Al día siguiente, dicen que todavía avergonzado a cuenta de una gata que le habría estado mirando el sexo en el baño, confesaba, públicamente, su vieja obsesión: Un bestiario personal, un poco paradisíaco. Reinventando el género de los bestiarios medievales, Cantos cabríos (Premio de Ensayo Inédito, Mejores Obras Literarias 2013, Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile), ilustrado por la artista mexicana Ana Gutieszca, es un bestiario filosófico construido a partir de la lectura de la obra del filósofo franco-magrebí.